Monday, November 9, 2009

Hasta Nunca, Muro de Berlin...


A unos pocos meses de aquel maravilloso noviembre del 1989, año en que se derribó el muro de ignominia y llegó la ansiada libertad a Europa del Este, mi esposa Olga y yo viajamos a Praga, Budapest y Berlín. Como cubanos nacidos y criados en el comunismo, nos urgía el impregnarnos de los aires de la libertad nueva que experimentaban nuestros ex-compañeros de desgracia. Había que ir rápido, antes de que la inocencia se perdiera y el materialismo occidental quitara un poco el dramatismo a la historia vertiginosa que se desarrollaba y nos dejaba atónitos, sin capacidad para asimilar la magnitud de los acontecimientos.

Llegamos a Praga, la más bella de las capitales europeas, una ciudad encantada que ni Disney ni Hans Christian Andersen podrían imitar. Sin "quitarnos el polvo del camino" (en este caso la lluvia), pedimos orientación en el lobby del hotel sobre cómo llegar hasta la plaza del rey bueno, San Wenceslao. Tomando dos autobuses, en los que todavía a la usanza socialista nadie pagaba pasaje y el chofer ni se inmutaba, llegamos al lugar, ya de noche. Al fin. El sitio del que tanto habíamos oído, el lugar donde la policía secreta checa instalaba sin pudor las cámaras de surveillance, el espacio de acera donde el 20 de enero de 1969 un estudiante de 21 años llamado Jan Palach se inmoló pegándose fuego, para protestar la invasión soviética a su patria.

El sitio donde cayó Jan estaba cubierto de flores, y de pequeños mensajes de reconocimiento, ofrendados por sus compatriotas y por hombres y mujeres libres de otros países, que ya desde mucho antes del 1989 se percataron de que su sacrificio no solo no había sido en vano, sino que era algo necesario, imprescindible. Describir de emocionante el hallarnos ahí, bajo una fría llovizna, es no hacerle justicia al momento. Imagínense al Vietnam Memorial, pero con todo el fervor concentrado en quizás 10 metros cuadrados. Solo atinamos a susurrar un par de avemarías, comprar (a un recién-estrenado vendedor ambulante - genial oportunista) un ramito insignificante de crisantemos blancos y depositarlos cerca del retrato del mártir con una nota minúscula escrita con premura y convicción: Gracias Jan, y Cuba también será libre.

Muchas fueron las vivencias y emociones de aquel viaje. Nos regocijamos ante los locales vacíos y desordenados de los "fraternales" partidos comunistas. Fotografiamos el garito abandonado, cubierto de grafiti y con los cristales rotos de Checkpoint Charlie. Observamos a los húngaros y a los checoslovacos vivir como siempre quisieron y a los berlineses cruzar de AlexanderPlatz al Kurfürstendamm sin arriesgar sus vidas. Con las manos y las uñas arrancamos trozos de odio convertido en piedra y nos lo llevamos en la mochila como trofeo. Pero era el memorial improvisado a Jan Palach el que más sentido daba a aquellos días alegres de la liberación.

A veces se siente desaliento al contemplar la triste condición humana actual. Entre guerras, hambrunas, crisis económicas, tiranías y excesos, el mundo parece estar inexorablemente dominado por las fuerzas del mal. Pero siempre hay esperanzas. Todo no estará perdido mientras se produzcan sacrificios como los de gentes como Jan Palach, Pedro Luis Boitel u Oscar Elias Bicet, que borran en una llamarada el porvenir personal en aras del colectivo, sucumben en huelga de hambre, con 68 libras de peso y mil de corazón, o prefieren podrirse en la cárcel pero no claudicar en sus convicciones. Los excépticos, los pragmáticos, siempre menospreciarán estas acciones y las clasificarán de pérdidas inútiles. No importa. Siempre seremos más los que llevamos una flor blanca en la mano.

Domingo Noriega, noviembre del 2009