Saturday, September 10, 2011

Recordando al Padre Loredo


RECORDANDO A MIGUEL ANGEL LOREDO

I
Uno de mis mejores recuerdos del padre Loredo se remonta a aquellos días negros en la Habana de mediados del 1980. Después de los sucesos de la embajada del Perú y antes del éxodo por Mariel, en Cuba se vivió una época del salvajismo más brutal y rampante que jamás existiera en la isla. Turbas de abusadores, con el beneplácito oficial, le entraban a palos o le hacían la vida un ocho a aquellos que intentaban salir del país. En medio de aquella vorágine, los pobres infelices que quedamos “embarcados” sin poder salir pero a la vez sin trabajo o escuela nos encontrábamos como fieras acorraladas con pocos lugares a donde acudir para ayuda o consuelo.

Loredo, recién liberado de sus casi 10 años de presidio político, servía de párroco en Sta. Clara de Asís en Lawton, donde ya venía destacándose por el gran apoyo popular y arrastre que tenía con la juventud del área. De repente, el Padre Argüeso lo invitó a ofrecer una misa en la Parroquia del Vedado. Loredo, que nunca tuvo pelos en la lengua, condenó el clima de violencia y turbas que vivíamos y nos ofreció una frase que jamás olvidare: “Se les llama a los que se quieren ir lumpen, escoria y prostitutas…y saben que, Cristo pasó toda su vida rodeados de los que en su sociedad eran considerados lumpen, escoria y prostitutas y esos fueros los que mejor captaron Su mensaje” Estas palabras eran como un bálsamo y acicate para todos los que nos encontrábamos sin esperanzas. Se perdió el miedo y aplaudimos al terminar la homilía.

II

Volví a encontrarme con Loredo en diciembre de 1980 en la iglesia San Antonio de Padua en Miramar. Allá estaba yo de conserje, único remedio para ganar unos pocos pesos pues todos en mi familia éramos oficialmente ‘no-personas’, mis padres expulsados de su trabajo y mi hermana y yo de la universidad. El mismo día de la Virgen de Guadalupe se celebraba en esta iglesia el funeral del legendario padre Serafín Ajuria, confesor de mi abuela, quien fue compañero de causa en el famoso juicio a Loredo por supuestamente esconder a un piloto contrarrevolucionario.

Ajuria se escapó de una condena de cárcel gracias a su edad avanzada. Ya en el 1980 el padre Ajuria sufría de una leucemia avanzadísima, que lo hacía lucir blanco como un vampiro y sin fuerzas para moverse ni hablar. Solo quedaba una sombra de lo que fue es gran cura vasco, famoso por sus homilias apocalipticas en la Habana Vieja de mi padre y abuelos. Le hacían transfusiones y le conseguían carne de res, esto último gracias a la ayuda de unos embajadores africanos, devotos católicos ellos que adoraban al anciano cura. Pero nada, terminó en el hospital, donde fui a cuidarlo varios turnos, hasta que al fin pasó a mejor vida. Recuerdo que Loredo llegó el día de la misa funeral unas horas antes, cuando la iglesia estaba vacía, exceptuándome a mí que estaba ‘trapeándola’ de un extremo al otro. Caminó la iglesia con un aire de turista, admirando las imágenes del vía crucis y en especial un crucifijo gigante al final de la iglesia, casi como el que admira unas obras de arte en un museo. Era evidente que no había visitado esa iglesia desde hacía mucho tiempo. Me preguntó qué hacía ahí y le conté de mi situación y meneó la cabeza, apesadumbrado.


III

Dos meses después salí de Cuba. Loredo se mantuvo unos años más, hasta el 1984, pero su presencia en la isla resultaba incómoda tanto para el gobierno como para la jerarquía católica cubana y la nunciatura, así que no tuvo más remedio que salir a un forzado destierro. Desde aquí, año tras año, se destacó por sus denuncias en Ginebra sobre la situación de los derechos humanos en Cuba. Era admirable ver a este hombre, casi sin recursos, ir cada año a Europa y conseguir los votos necesarios para que la ONU condenara al gobierno cubano. Era por supuesto, una victoria simbólica, pero Loredo nunca se amilanaba ni perdía las esperanzas.

Varias veces vino a Tampa, a misas de La Caridad, o a vender sus cuadros o libros, pero Nueva York le vino como anillo al dedo y terminó adorando a Manhattan. Hace un año, ya bastante delicado de salud y retirado en un ‘home’ para franciscanos en St Petersburgo, participó en la marcha mundial de solidaridad con Cuba. Nunca he empujado una silla de ruedas con más orgullo que ese día arriba y abajo Columbus Drive. Hasta el último momento fue consecuente con su ideal de una Cuba libre. Siempre ha sido mi héroe. Si los húngaros tenían a su Mindzenty, los polacos a Wojtila y a Popieluzco y los yugoslavos a Stepinac, nosotros los católicos cubanos teníamos a Miguel Ángel Loredo como un verdadero héroe de nuestros tiempos. Que descanse en paz este gran cubano y franciscano.

Domingo Noriega
Septiembre 10 del 2011